Esto dijo el Santo Padre Juan Pablo II en su homilía de la Nochebuena de 1978:
“El cansancio llena los corazones de los hombres que se han adormecido, lo mismo que se habían adormecido no lejos los pastores en los valles de Belén. Lo que ocurre en el establo, en la gruta de la roca, tiene una dimensión de profunda intimidad; es algo que ocurre entre la Madre y el Niño que va a nacer. Nadie de fuera tiene entrada. Incluso José, el carpintero de Nazareth, permanece como un testigo silencioso. Ella sola es plenamente consciente de su maternidad. Y sólo Ella capta la expresión propia del vagido del Niño. El nacimiento de Cristo es, ante todo, su misterio, su gran día. Es la fiesta de la Madre”.
Si hace 45 años, el anterior pontífice denunciaba que los hombres estaban adormecidos en relación con el misterio del nacimiento del Verbo de Dios, hoy no parece arriesgado afirmar que estamos totalmente dormidos y ello a causa de tanto ruido publicitario que degenera en pesadilla de una Navidad casi pagana: una ensalada mental a base de figuritas de belén, árbol con multitud de adornos, Papá Noel cargado de regalos, suculentas cenas de Nochebuena, etc., etc.
Debemos despertar y, con serenidad y realismo, comprender que más allá de todas esas pompas de jabón en relación con la alegría de la Navidad —que enseguida desaparecen como todo placer pasajero— el misterio navideño se centra en el gozo inefable que viene del sentir la presencia del Emmanuel, ‘Dios con nosotros’. Como san Juan Pablo II exponía, entre María y Jesús se dio una relación absolutamente única de la que nadie participa, ni el mismo José, que es sólo ‘un testigo silencioso’. Después de María, José fue el primero en contemplar al Hijo de Dios hecho hombre y tenerle en sus brazos. San José fue, enseguida, testigo de la llegada de los pastores, quienes, tímidos y curiosos, se acercaron y contaron a María y José cómo los ángeles les habían anunciado el nacimiento del Mesías “envuelto en pañales y recostado en un pesebre” (Evangelio de San Lucas, capítulo 2, versículo 12).
También nosotros hemos conocido cómo esos pastores le explican a la Virgen que se les había aparecido un ángel del Señor que les comunicó el nacimiento del Salvador en Belén y la señal por la que le reconocerían. Y cómo una multitud de ángeles se había reunido con el primero y habían glorificado a Dios y prometido en la tierra paz a los hombres de buena voluntad inundándoles de gozo, de tal modo que inmediatamente se habían puesto en camino para adorar al Dios hecho hombre.
De conformidad con la costumbre establecida, acudían al Niño con regalos que eran manifestación de su alegría por la presencia entre ellos del Mesías Redentor. Y allí, en la gruta, contemplaron la felicidad radiante de Aquella que es la Madre de Dios, la maravillosa muchacha de apenas 17 años a la que el mismo Dios, por mediación del ángel Gabriel, había solicitado su asentimiento para convertirse en la madre del Verbo de Dios. Vieron, y se gozaron de ello, cómo Ella contemplaba a su Hijo, su dicha y amor desbordante, sus gestos de cariño hacia el Niño llenos de delicadeza maternal.
Este es el misterio de la Navidad que, cada año desde hace más de veinte siglos, viene a nosotros para que lo recibamos y se inunde de auténtica y permanente alegría nuestro corazón. Que así sea.
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