Tengo un amigo que presume de decir y repetir a todo el que quiere oírle que no le gustan para nada los animales de compañía, especialmente los perros, al menos del modo en que hoy, en las sociedades modernas, se dice querer a estos animales, a las mascotas de compañía, y que como bien sabemos nada o poco tiene que ver con lo que sucedía en este país de forma más o menos generalizada hace treinta, cuarenta, o incluso más años.
A mucha gente que conozco les pasa algo parecido y no debería suceder nada por ello. Es lógico y es normal. Que no se imaginan su vida a escasos metros de una mascota y compartiendo espacios vitales con esos perros a los que otros llaman “esos queridos peludos”. Hay como algo inconsciente, irracional, en esa reacción un tanto visceral contra los animales que comparten espacio con muchos de nosotros, incluso espacios más o menos íntimos.
He de decir que les entiendo a todos ellos. Como entiendo igualmente a quienes tratan a sus perros, a sus gatos, a sus pequeñas y queridas mascotas, como si fueran parte del clan familiar. Les hablan, les regañan, les miman, y el día que desaparecen, se mueren, pasan un pequeño duelo casi como si fuesen un miembro más de su propia familia. A esos también les entiendo. Los sentimientos de unos y de otros no me son ajenos, y no deberían ser el problema si algunos de esos unos y de esos otros no se empeñasen, a veces, en invadir con cierta violencia argumental el espacio del otro.
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Sucede que justo ahora, cuando una cierta normalidad va recuperando su pulso, su espacio, y no sabemos si de forma transitoria o acabará enraizando, nos vemos otra vez a nosotros mismos recuperando viejas pulsiones, viejos proyectos. Y así vemos también que el gobierno de la nación ha metido la directa y anda enfrascado en aprobar proyectos de ley una semana sí y otra también. Son éstos, como bien sabemos, temas centrales de nuestro presente y de nuestro futuro, como lo son, por citar solo algunos, la vivienda, la eutanasia, los presupuestos…
Imagina uno que toda esta vorágine legislativa tiene el fin de tratar de cumplir el pacto de gobierno y, también, claro, eso que muchos hablan, especialmente los periodistas, y que no es fácil saber bien de qué se trata: marcar la agenda política e informativa y evitar que otros –especialmente Vox, y algo el PP– sigan adelante con sus postulados de lo uno y lo contrario, con su política de tierra quemada, donde no importan las propias contradicciones, por grandes que éstas sean, si sirven para golpear duro al gobierno que ellos llaman de forma acusatoria “socialcomunista”.
Bueno, pero a lo que íbamos. Lo de los animales. Aprovechando la celebración del Día Mundial de los Animales, el pasado 6 de octubre representantes del gobierno aprovecharon la efeméride para presentar en sociedad el texto del anteproyecto de ley de lo que se quiere sea algún día la primera ley de protección y derechos de los animales de este país. Sería esta, la primera de ámbito estatal, una norma, imagina uno, medio copiada y al estilo de las que existen en otros países europeos, de esos que hemos decidido en calificar como “más adelantados”, “más civilizados”, conceptos éstos como bien sabemos siempre discutibles y difusos, pero que tienen mucho que ver con el mundo emergente de las ciudades derivado del triste y progresivo abandono del mundo rural y las nuevas formas de vida que surgen en las grandes y medianas urbes.
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El objetivo de la citada norma se supone que sería, o pretendería ser, y en líneas más o menos generales, una normativa que obligase a los dueños de estos animales a pasar una serie de controles, cursos, al tiempo que tratar de definir también unas condiciones mínimas en las estancias y los cuidados de esos seres vivos en la medida en la que su vida depende totalmente de nosotros, sus dueños. Y todo ello, y lógicamente, para que en caso de no cumplirse dichas condiciones de forma flagrante, sus responsables puedan ser llevados a los tribunales para dar cuenta de su mal comportamiento.
Hay que decir que como todo anteproyecto de ley, el texto de la norma está pendiente de ser llevado al Consejo de Ministros, de ser enmendada en el trámite parlamentario, lo que abre la puerta, al igual que sucede con el actual proyecto de ley de vivienda –curiosamente también la primera de la democracia– a que los grupos políticos allí representados puedan presentar y proponer todo tipo de cambios, modificaciones, enmiendas, transacciones, etc. que intenten mejorar el texto final. Todo eso sería evidente en un país digamos normal, pero parece que no aquí, en donde, en el fragor de la batalla y en el campo minado de las medias verdades en el que andamos metidos, cualquier tema es susceptible de ser utilizado como gruesa munición contra el adversario político.
Por resumir algunas de estas reacciones podríamos señalar que, en líneas generales, la propuesta ha sido aplaudida, eso sí con más o menos entusiasmo y con todos los matices que se quiera, desde el mundo animalista –esos “modernos” que decíamos antes a los que les gustan los animales de compañía– y tiroteada sin compasión por una buena parte de la trompetería mediática de la derecha. No solo han querido criticarla duramente por intervencionista, excesiva, etc. –cosa lógica, normal, respetable, plausible incluso– si no que han aprovechado que los animales pasaban por el Pisuerga del Gobierno central para hacer caja, para hacer escarnio público de cosas mucho más serias, como lo son el sentimiento que otra parte de la sociedad tiene derecho a tener en relación con sus mascotas.
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Y, ya puestos a aprovechar toda situación, y como nada parece suficiente en esta deriva política, han querido aquéllos meter en la trituradora del debate animalista temas mucho más serios y controvertidos como lo son el aborto y la eutanasia. Esto es así, al punto de que el mensaje –siempre el mensaje, ¡ay! el mensaje– que se pretende lanzar es que este gobierno “de extremistas” (eso dicen) trata mejor a los animales que a sus mujeres y hombres, a las que obligaría (no lo dicen así, claro, pero a su modo lo insinúan) a enfilar hacia los “mataderos” de las clínicas abortivas y hacia las “cámaras de gas” de la eutanasia recientemente regulada en el Congreso de los Diputados. Y ahí, en ese terreno del escarnio, del ajuste de cuentas permanente, de la comparación odiosa, de la exageración constante, creo que empiezan claramente a perder toda razón.
En este punto de subido calor argumental me llamaron especialmente la atención las palabras del colaborador de La Cope Luis del Val (ver en este enlace) y en las que se pueden leer y escuchar frases del estilo “si los perros votaran Pedro Sánchez sacaría mayoría absoluta” (sic) o, ya directamente, se comparaba este “buentrato” animal con el supuesto “maltrato” a las mujeres, que por las razones que sean, deciden interrumpir su embarazo bajo el paraguas de las normas que todos nos hemos dado y a las personas con enfermedades irreversibles que, voluntariamente, deciden poner final a su vida y a su sufrimiento, también con las normas aprobadas en el Congreso.
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Debe ser que uno, y sin saberlo, se ha vuelto demasiado animalista. Ya les decía al principio que trataba de entender a unos y a otros. A quienes deciden vivir su vida muy cerca de los animales, de modo que sus cotidianeidades, espacios vitales y afectos, se entremezclan y entrelazan, como también a quienes, y por las razones que fuesen, no pueden evitar torcer el gesto, contar chistes hirientes, cambiar de acera, si se ven cerca de alguna de estas mascotas.
Pero lo que no entiendo tanto es que una norma que está en la fase que está, que se supone nos europeíza, una ley que precisamente intenta regular esa difícil convivencia, tenga que ser para su escarnio puesta en el mismo plato de la balanza del aborto y de la eutanasia. Eso, ciertamente, cuesta. Y duele. Y, sobre todo, me hace preguntarme dos cosas: Una, ¿qué pensarán de esta deriva del desprecio algunas de las buenas gentes que piensan como mi amigo del principio? Y dos, y central, ¿quiénes son verdaderamente en toda esta historia los más animales de todos?
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